miércoles, 10 de noviembre de 2010

Yo soy el peregrino

Yo soy el peregrino
de Isla de Pascua, el caballero
extraño, vengo a golpear las puertas del silencio:
uno más de los que trae el aire
saltándose en un vuelo todo el mar:
aquí estoy, como los otros pesados peregrinos
que en inglés amamantan y levantan las ruinas:
egregios comensales del turismo, iguales a Simbad
y a Cristóbal, sin más descubrimiento
que la cuenta del bar.

Pablo Neruda ( La rosa separada )

martes, 27 de julio de 2010

El Enemigo

Mi juventud no fue sino un gran temporal
Atravesado, a rachas, por soles cegadores;
Hicieron tal destrozo los vientos y aguaceros
Que apenas, en mi huerto, queda un fruto en sazón.

He alcanzado el otoño total del pensamiento,
y es necesario ahora usar pala y rastrillo
Para poner a flote las anegadas tierras
Donde se abrieron huecos, inmensos como tumbas.

¿Quién sabe si los nuevos brotes en los que sueño,
Hallarán en mi suelo, yermo como una playa,
El místico alimento que les daría vigor?

-¡Oh dolor! ¡Oh dolor! Devora vida el Tiempo,
Y el oscuro enemigo que nos roe el corazón,
Crece y se fortifica con nuestra propia sangre.


Baudelaire

miércoles, 24 de marzo de 2010

Respuesta al poema de la culpa (El otro)

Señor, yo soy el otro que también la quería,
y vengo a confesarme, porque la culpa es mía.
Ella tuvo la gracia fatal de nacer bella:
quien la mira, ya nunca será bueno sin ella.

Me duele soportar que alguno la haya amado,
pero hay cosas tan bellas que no tienen pasado;
y ella sólo mañana dejará de ser pura:
cuando el roce del tiempo desgaste su hermosura.

Ella se me dio toda, como yo me di a ella,
ella me dio su flor y yo le di mi estrella;
porque de su perfume trascendiendo en mi llama,
no quedó un solo beso de los que él me reclama.

Tal vez ella lo quiso, pero él lo dudaría,
si la viera en mis brazos tan felizmente mía.
Si le viera los ojos al sentirse gozada,
cuando todo mi sueño le llena la mirada.

No existe culpa en ella, ni en él, ni en ti Señor;
y si es mía, ¡bendigo la culpa de mi amor!
Hay que ser algo malo si se busca el poder,
que domina la tierra sutil de la mujer.

Ni demasiado malo, ni demasiado bueno,
enfermé, sin morir, de su dulce veneno.
Mi amor es el de un hombre, sencillamente humano,
que sueña de limosna, sin extender la mano.

¡Ah! Pero él se redime, sólo a ti te condena,
él te arroja su amor, para esquivar su pena.
Perdónalo, Señor... Di quién la merecía,
pues yo soy el culpable: ¡la quiero todavía!

José Angel Buesa

Respuesta al poema de la culpa (Ella)

Señor, yo no soy digna siquiera de rogarte:
mi corazón ignora la palabra del arte.
Sólo vengo a decirte que no me han comprendido,
porque los hombres hablan con el orgullo herido.

Cubren con bellas frases su más vulgar deseo,
que a veces me turbaron, pero que ya no creo.
Sin embargo, a los dos me di con alegría.
Lo comprendo, Señor: ¡toda la culpa es mía!

En los brazos de uno me entregué plenamente,
y en los del otro... ¿Sabes lo que una mujer siente?
Pregúntale a la Virgen, cuando ella era mujer,
todo lo que nosotras llegamos a querer.

Perdóname la audacia, pero aquella María,
no supo del abrazo viril que me rendía.
No miró aquellos ojos fijos en mi hermosura,
como dedos ardientes sobre mi carne impura.

Y no tembló aquel canto de amor en sus oídos
que pudo abrir en músicas la flor de mis sentidos.
Tú también sabes que el hombre se acerca a la mujer,
ebrio por la promesa de su propio placer.

Pero la mujer llora, se resiste, Señor,
y cuando al fin se ofrece, sueña con el amor.
Pues, mientras en el hombre la vida se hace fuerte,
la mujer se desmaya con un poco de muerte.

Quizás tuve un amante que me sedujo un día,
¡tan malo que, por eso, me gusta todavía!

José Angel Buesa

Poema de la culpa

Yo la amé, y era de otro, que también la quería.
Perdónala Señor, porque la culpa es mía.
Después de haber besado sus cabellos de trigo,
nada importa la culpa, pues no importa el castigo.

Fue un pecado quererla, Señor, y, sin embargo
mis labios están dulces por ese amor amargo.
Ella fue como un agua callada que corría...
Si es culpa tener sed, toda la culpa es mía.

Perdónala Señor, tú que le diste a ella
su frescura de lluvia y esplendor de estrella.
Su alma era transparente como un vaso vacío:
yo lo llené de amor. Todo el pecado es mío.

Pero, ¿cómo no amarla, si tú hiciste que fuera
turbadora y fragante como la primavera?
¿Cómo no haberla amado, si era como el rocío
sobre la yerba seca y ávida del estío?

Traté de rechazarla, Señor, inútilmente,
como un surco que intenta rechazar la simiente.
Era de otro. Era de otro que no la merecía,
y por eso, en sus brazos, seguía siendo mía.

Era de otro, Señor, pero hay cosas sin dueño:
las rosas y los ríos, y el amor y el ensueño.
Y ella me dio su amor como se da una rosa
como quien lo da todo, dando tan poca cosa...

Una embriaguez extraña nos venció poco a poco:
ella no fue culpable, Señor... ni yo tampoco
La culpa es toda tuya, porque la hiciste bella
y me diste los ojos para mirarla a ella.

Sí, nuestra culpa es tuya, si es una culpa amar
y si es culpa de un río cuando corre hacia el mar.
Es tan bella, Señor, y es tan suave, y tan clara,
que sería pecado mayor si no la amara.

Y por eso, perdóname, Señor, porque es tan bella,
que tú, que hiciste el agua, y la flor, y la estrella,
tú, que oyes el lamento de este dolor sin nombre,
tú también la amarías, ¡si pudieras ser hombre!


José Angel Buesa

Recapitulación

Yo he vivido mi vida: Si fue larga o fue corta,
si fue alegre o fue triste, ya casi no me importa.
Y aquí estoy, esperando. No sé bien lo que espero,
si el amor o la muerte, -lo que pase primero.

Algo tuve algún día; lo perdí de algún modo,
y me dará lo mismo cuando lo pierda todo.
Pero no me lamento de mi mala fortuna,
pues me queda un palacio de cristal en la luna,
y por andar errante, por vivir el momento,
son tan buenos amigos mi corazón y el viento.

Por eso y otras me deja indiferente,
aquí, allá y dondequiera, lo que diga la gente.
-¿Trampas? - Pues sí, hice algunas;
pero, mal jugador, yo perdí más que nadie
con mis trampas de amor.

-¿Pecados? - Sí, aunque leves, de esos que Dios perdona,
porque, a pesar de todo, Dios no es mala persona.
-¿Mentiras?- Dije muchas, y de bello artificio,
pero que en un poeta son cosas del oficio.
Y en los casos dudosos, si hice bien o mal,
ya arreglaremos cuentas en el Juicio Final.

Eso es todo. He vivido.
La vida que me queda puede tener dos caras,
igual que una moneda: una que es de oro puro
-la cara del pasado- y otra -la del presente-
que es de plomo dorado.

Por lo demás, ya es tarde; pero no tengo prisa,
y esperare la muerte con mi mejor sonrisa,
Y seguiré viviendo de la misma manera,
que es vivir cada instante como una vida entera,
mientras siguen andando, de un modo parecido,
los hombres con el tiempo y el tiempo hacia el olvido.


José Angel Buesa

Quizás

Quizás te diga un día que dejé de quererte,
aunque siga queriéndote más allá de la muerte;
y acaso no comprendas en esa despedida,
que, aunque el amor nos une, nos separa la vida.

Quizás te diga un día que se me fue el amor,
y cerraré los ojos para amarte mejor,
porque el amor nos ciega, pero, vivos o muertos,
nuestros ojos cerrados ven más que estando abiertos.

Quizás te diga un día que dejé de quererte,
aunque siga queriéndote más allá de la muerte;
y acaso no comprendas, en esa despedida,
¡que nos quedamos juntos para toda la vida!

José Angel Buesa

domingo, 14 de febrero de 2010

UTOPÍA DEL CORAZÓN AGOBIADO

UTOPÍA DEL CORAZÓN AGOBIADO, ingenuidad de quien pretende ya no sufrir, de quien ya no aguanta: opiáceo, escape. El desamor desesperadamente. Si quererte implica tanto dolor, tanta ansiedad, tantas migrañas e insomnios, deseo no desearte, quiero no quererte. Añoro la posibilidad de no amarte, de arrancarte como una espina clavada en mi ego: de eso se trata, alivio de la aversión. Amar el desamor, el sueño de todo amante rechazado, la amnesia que suplica el doliente, deshacer lo que se hizo mal. La tecla mágica, un clic, y que todo se apague, salirme del programa para siempre. Un virus, ¿por qué no?, que se enquiste en mi cerebro y detener esta pasión, que no es otra cosa que padecimiento. En otras palabras: necesito desenamorarme, ¿qué hago, doctor?

¿Anestesiar el corazón?: no es posible. ¿Eludir el amor cuando la flecha está clavada?: ya es tarde ¿Eliminar el sentimiento por decreto, con sólo proponérmelo?: pura ilusión. No puedo anular el afecto de un sablazo.

¿Qué hacer entonces?: arrojo, audacia en grado extremo, dejarte aunque me duela. Hacerte a un lado queriéndote, cambiar el dolor de tu presencia por el dolor saludable de tu ausencia definitiva. Hacerte a un lado como un adicto lo hace con la droga o un alcohólico con la bebida: autocontrol, autorregulación limpia y ascética. ¿El motor, la motivación?: pura supervivencia, me hace daño quererte. Te dejo porque tengo que hacerlo, no porque no te quiera sino porque no me convienes. No me viene bien tu amor, altera mi humanidad, me hunde, no crezco como persona, mi potencial se opaca. Por eso no voy a esperar desenamorarme para dejarte, voy hacerlo ahora, pese al amor que todavía siento.

No se trata de negar lo que siento sino de no verte, de no entrar a tu territorio, de no ceder a la tentación de los sentidos, de no estar allí donde no debo estar. Un toque de dignidad, un alegato al suicidio ¿Habrá algún hecho amoroso más cruel y cursi que Romeo y Julieta? ¿Amor incondicional, total, radical?: existen pocos, y no es el mío.

No soy capaz de retirarme de tu lado de manera razonada y razonable, con la imperturbable tranquilidad budista, con la templanza de un espíritu educado en el estoicismo. Lo mío es una tromba, un cúmulo de irracionalidad desordenada que deja por fuera todo vestigio de inteligencia. ¿No habrá una terapia aversiva, doctor, como en La naranja mecánica, donde yo pueda sentir asco por él, fastidio esencial ante su presencia, ganas de vomitar, sensación de muerte? La respuesta es, no.

Dureza de una realidad que se impone. No hablo de amistad, del amor amigo que siempre es apacible y correspondido, sino de la apetencia, del deseo, del sentido de posesión, del apasionamiento que nos determina y nos despoja de toda lógica. Ayúdeme, doctor, a que la cocaína no me guste. Muy difícil, por no decir imposible. ¿Pero el amor es una droga?: a veces funciona de manera similar. Un sinnúmero de personas sufren de adicción afectiva y son incapaces de renunciar al amor cuando deben hacerlo.

DESENAMORARSE A VOLUNTAD: quimera, facilismo. En algunas subculturas árabes el hombre puede separarse de la mujer con solo golpearse el pecho y decir tres veces consecutivas: “Me separo de ti”. Así de sencillo. Pero no dicen: “Me desenamoro de ti”, “Me desenamoro de ti”, “Me desenamoro de ti”. Nadie posee esa magia, ese poder.

De manera similar, no podemos enamorarnos a voluntad de cualquier persona. Quizás sea posible crear las condiciones para que el amor florezca o incrementar las probabilidades para que se manifieste, pero traerlo intencionalmente de la nada es ilusión. Nadie duda de que hay personas de la cuales podríamos enamorarnos si se dieran ciertas condiciones, y tampoco dudo de que podrías desenamorarte de cualquier amor enfermizo si te alejaras lo suficiente para que el tiempo limpiara poco a poco los resabios de ese amor sufriente. En otras palabras: autocontrol, tenacidad, disciplina, vade retro Satanás, y esperar luego a que el universo se encargue de los detalles.

TE DEJO PORQUE TENGO QUE HACERLO, NO PORQUE NO TE QUIERA SINO PORQUE NO ME CONVIENES



Las disculpas al escritor pero no se quien es, si pasa por aquí por favor deje su correo para poner los creditos

Quinta y Última carta, El Hábito de la Pasión, Mariana Alcoforado

Ésta es la última vez que le escribo y espero hacerle saber, por la diferencia de los términos y del trato de esta carta, que finalmente me convenció de que no me amaba y, por lo tanto, que debo dejar de amarle. Aprovecharé, pues, el primer emisario que haya para enviarle lo que me queda de usted. No tema, que no le escribiré. No seré yo quien escriba su nombre en el paquete. Encargué de todo a Dona Brites. Me había acostumbrado a compartir con ella las más diversas confidencias... Estaré más segura con sus cuidados, que con los míos. Ella tomará todas las precauciones necesarias para garantizarme que el señor reciba el retrato y las pulseras que me dio. Quiero que sepa que desde hace algunos días me siento capaz de destrozar y quemar todas las prendas de su amor, que me eran tan queridas. Pero le ofrecí tanta lealtad, que jamás podría usted creer que llegase a ser capaz de tal extremo, ¿no es cierto? Prefiero, pues, complacerme en toda la pena que padecí, al separarme de ellos y, al menos, hacerle sentir un poco del rencor que le tengo.
Le confieso, para vergüenza mía y suya, que me hallé más apegada de lo que hubiera deseado a estas baratijas y que sentí que seríanme de nuevo necesarias todas mis reflexiones para deshacerme de cada una de ellas, cuando me hacía a la idea de no amarle más. Pero todo se logra, cuando hay tantas razones como las que tengo.
Le entregué todo a Dona Brites. ¡Cuántas lágrimas me costó esta decisión! Después de mil penas y contradicciones que no se imagina y que en verdad no deseo contarle, le rogué con la mayor insistencia que no me hablara más de estos objetos y que no me los diera, aunque los pidiera para verlos siquiera la última vez, y que se los enviara sin avisarme.
No conocí muy bien el exceso de mi amor sino cuando quise hacer todos los esfuerzos para evitarlo, y creo que no me habría atrevido a intentarlo si hubiese previsto tantas dificultades y tanta violencia. Estoy convencida de que habría sentido emociones menos penosas, amándole, ingrato como es, que dejándolo para siempre. Sentí que yo le quería menos que mi propia pasión y tuve mucha dificultad en combatirla, después de que sus ruines procederes me hicieran odiarle.
El orgullo natural de mi sexo no me ayudó a tomar esta decisión contra usted. ¡Ay de mí! He sufrido todos sus desprecios y habría soportado su odio y hasta los celos que me causase su amor por otra. Habría estado, al menos, enfrentada a un sentimiento vivo. ¡Pero su indiferencia me es insoportable! Sus impertinentes reclamos de amistad y los ridículos cumplidos de su última carta me hicieron ver que el señor había recibido todas mis cartas y que no le causaron ninguna impresión. ¡Y que las leyó! ¡Ingrato! Estoy tan loca, que me desespero por no poder tener la ilusión de que ellas no hubieran llegado a usted, o que no le hubieran sido entregadas.
Detesto su franqueza. ¿Acaso le había pedido que me contara toda la verdad? ¿Por qué no me dejó con la ilusión de mi pasión? Bastaba con que no me escribiera. ¿No era suficiente la desgracia de no haberlo podido obligar a que me engañara y de no poder perdonarlo? Quiero que sepa que me convenció de que es indigno de todos mis sentimientos y que conozco todas sus ruines cualidades.
Sin embargo, si todo lo que hice por amor a usted puede merecer que tenga alguna consideración con los favores que le pida, le ruego que no me escriba más y que me ayude a olvidarle por completo. Si levemente me asegurase que ha sentido algún dolor al leer esta carta, tal vez le creería... Y también tal vez su confesión y su arrepentimiento me causarían ira, y todo esto podría atizar en mí de nuevo la llama del amor.
Por piedad, le pido que no se meta en mi vida; destruiría, sin duda, todos mis planes si de alguna manera se quisiese entrometer en ella. No quiero saber qué pasará con esta carta; no perturbe el estado para el cual me dispongo. Me parece que puede estar satisfecho de los males que ya me ha causado, fuese cual fuese su intención de hacerme desgraciada. No me prive de mi incertidumbre. Espero que con ella, al cabo de un tiempo, pueda lograr algo parecido a la paz del corazón. Le prometo que no le odiaré; desconfío mucho de todo sentimiento violento para atreverme a intentarlo.
Estoy segura de que hallaría en este país un amante más fiel... pero, ¿quién podría hacer que me enamore y vuelva a amar otra vez? ¿La pasión de otro hombre podría embelesarme? ¿Qué poder tuvo la mía sobre usted? ¿No experimenté ya que un corazón sensible no puede olvidar jamás lo que lo hizo descubrir la pasión de que era capaz y que no conocía? ¿Que todos sus afectos y emociones están arraigados profundamente en el ídolo que los creó? ¿Que sus primeras impresiones y heridas no se pueden cicatrizar, ni extinguirse? ¿Que todas las nuevas pasiones que con todas sus fuerzas tratan de satisfacerlo y contentarlo le prometen vagamente una sensibilidad que no recuperará jamás? ¿Que todos los placeres que busca, sin ningún deseo de encontrarlos, no sirven sino para convencerlo de que nada le es tan querido como el recuerdo de sus penas?
¿Para qué me hizo conocer la imperfección y la amargura de una pasión que no debe durar eternamente y los infortunios que acompañan un amor tormentoso, cuando no es recíproco? ¿Y por qué razón una inclinación ciega y un cruel destino nos hacen de ordinario decidirnos por aquéllos que no nos aman y que prefieren a otros amores?
Cuando pienso que pudiese esperar cualquier distracción con un nuevo cariño y encontrar un corazón leal que me amase, me apiado tanto de mí, que me sentiría culpable de lanzar al más ínfimo de los hombres al estado de miseria al que me redujo usted. Y aunque yo no tengo obligación alguna de respetarlo, no podría someterlo a una venganza tan cruel, en el supuesto caso de que ella dependiese de mí, por un cambio que no preveo.
Trato ahora de perdonarlo y comprendo perfectamente que una religiosa es, en general, poco amable. Sin embargo, me parece que si los hombres fuesen más razonables al escoger sus amores, deberían enamorarse de una monja, antes que de otras mujeres. A ellas nada les impide pensar constantemente en su pasión; no las distrae ninguna de las mil cosas de la vida seglar que absorben y consumen los corazones. Me parece que no será muy agradable ver a sus amadas distraídas por mil frivolidades y que es preciso tener muy poca sensibilidad de alma para soportar, sin rabia, que ellas sólo hablen de reuniones, de atavíos y de paseos. Ellas siempre están expuestas a asedios permanentes, y se comprometen a retribuir atenciones y complacencias y deben conversar con todo el mundo. ¿Quién puede asegurar que en todas esas ocasiones no sienten algún placer y que no soportan siempre con disgusto y mala voluntad a sus maridos? ¡Ah! ¡Cuánto deben ellas desconfiar de un amante que no les pide cuentas rigurosas de todo, que cree fácilmente cuanto ellas le dicen y que con mucha confianza y tranquilidad las ve sujetas a todos esos compromisos sociales!
Pero no pretendo probarle con buenas razones que debería amarme. Estos medios son pésimos y utilicé otros mucho mejores, que no sirvieron. Sé muy bien cuál es mi destino, para intentar superarlo. ¡Seré infeliz toda mi vida! ¿No lo era cuando lo veía todos los días? Me moría de susto de pensar que usted no me fuese fiel. Quería verlo a cada instante y no era posible. Me preocupaba el peligro al que el señor se exponía entrando en este convento. No vivía cuando estaba en la guerra. Me desesperaba no ser más hermosa y más digna de usted. Me quejaba de la mediocridad de mi condición. Temía muchas veces que el amor que parecía tener por mí, pudiera de algún modo perjudicarlo. Me parecía que no lo amaba lo suficiente. Me atemorizaba la ira de mi familia. Estaba, en fin, en un estado tan lastimoso como éste en que ahora me encuentro.
Si me hubiese dado pruebas de su pasión después de que partió de Portugal, habría hecho todos los esfuerzos para salir de aquí. Me habría disfrazado para irme con el señor. ¡Ay! ¡Qué habría sido de mí si, después de llegar a Francia, no me hubiera determinado! ¡Qué escándalo! ¡Qué disparate! ¡Qué cúmulo de vergüenza para mi familia, a la que tanto quiero ahora que no lo amo a usted!
Ya ve usted que reconozco, con mucha serenidad, que era posible llegar a ser más desgraciada de lo que soy. Al menos le hablo una vez en la vida con lucidez. ¡Cuán grata le será mi moderación! ¡Cuán contento quedará de mí! No quiero saberlo. Ya le pedí que no vuelva a escribirme y se lo pido otra vez.
¿Acaso nunca consideró, aunque fuera un poco, la forma como me ha tratado? ¿No piensa en que está más obligado a mí, que a nadie más en el mundo? ¡Lo amé como una loca! ¡Cómo desprecié todo! Su proceder no es el de un hombre de bien. Es preciso que tuviera una aversión natural contra mí, para que no me amase sin medida. ¡Me dejé encantar por cualidades muy mediocres! ¿Alguna vez hizo algo para agradarme? ¿Qué sacrificios hizo por mí? ¿No buscaba muchos otros placeres? ¿Renunció al juego y la caza? ¿No fue usted el primero en partir para la guerra y el último en volver? Expuso allí locamente su vida, a pesar de haberle rogado yo tanto que no lo hiciera, por amor a mí.
No hizo nada para establecerse en Portugal, donde era muy apreciado. Una carta de su hermano lo decidió a partir sin dudar un instante. ¿Y no supe que iba muy contento durante el viaje? Debo confesar que debería odiarlo mortalmente. ¡Ay! Fui yo, bien lo sé, quien sobre mí atrajo todas estas desgracias. Me acostumbré desde el principio a una gran pasión con demasiada inocencia y es necesaria alguna argucia para hacerse amar. Es necesario buscar con ingenio los medios de inflamar el corazón: el amor por sí solo no enciende la llama del amor.
El señor lo hizo mejor que yo: pretendía que yo lo amase y como se había trazado ese plan, estaba resuelto a emplear todos los medios para conseguirlo. Inclusive amarme de veras, si hubiese sido necesario. Pero pronto se dio cuenta de que podía salir bien de su empresa sin pasión y que la pasión no era necesaria. ¡Qué perfidia! ¿Creyó que podía engañarme impunemente? Le digo que si por algún acontecimiento fortuito volviera a este país, yo misma lo entregaría a la venganza de mi familia.
Viví mucho tiempo en un abandono y en una idolatría que me horrorizan y mis remordimientos me persiguen con saña. Siento profunda vergüenza por los delitos que me hizo cometer y me falta, ¡ay de mí!, la pasión que me impedía conocer la enormidad de éstos. ¿Cuándo dejará mi corazón de ser lacerado? ¿Cuándo me veré libre de este tormento tan cruel? A pesar de todo, creo, señor, que no le deseo mal alguno y que estaría, inclusive, decidida a aceptar que fuese usted feliz. Mas, ¿cómo podrá serlo, si tiene un corazón tan duro?
Quiero escribirle otra carta para demostrarle que estaré más tranquila dentro de un tiempo. ¡Qué gusto me dará poder, entonces, enrostrarle su injusto proceder, cuando ello ya no me mortifique tanto, y demostrarle que lo desprecio; que hablo con profunda indiferencia de su traición; que olvidé todos mis placeres y todas mis penas y que sólo me acuerdo del señor... cuando así lo deseo. Acepto que tiene grandes ventajas sobre mí y que me inspiró una pasión que me enloqueció, pero no debe vanagloriarse por esto. Era joven, crédula, me tenían encerrada desde la infancia en este convento; aquí no había visto sino gente adusta; jamás había recibido los elogios que me decía permanentemente; creí deberle todos los atractivos y la belleza que decía admirar en mí y que me hacía descubrir; oía hablar muy bien de usted; todos hablaban a su favor; usted, señor, hacía todo para despertar mi amor. Mas, en fin, salí de este encantamiento...; contribuyó usted a ello y confieso que lo necesitaba.
Al devolverle sus cartas, guardaré cuidadosamente las dos últimas y volveré a leerlas muchas más veces de lo que leí las primeras, como una medida para no recaer en mis flaquezas. ¡Ah! ¡Cuánto me han costado éstas y cuán feliz habría sido si hubiese aceptado que yo lo amase para siempre! Sé muy bien que todavía les presto mucha importancia a mis quejas y a su infidelidad; pero recuerde que me he prometido un estado más tranquilo y que he de alcanzarlo, o que he de tomar contra mí alguna decisión desesperada, ¡que conocerá sin mucha pena! Pero de usted no quiero nada más. Soy una estúpida al repetirle las mismas cosas tantas veces. Es menester que lo deje y que no piense más en usted.
Creo, así mismo, que no volveré a escribirle. ¿Acaso tengo obligación de rendirle cuentas de mi vida?


Mariana Alcoforado

Carta Número 4, El hábito de la pasión Mariana Alcoforado

Es verdad que violento mi corazón cuando te escribo tratando de hacerte entender mis sentimientos. ¡Cuán feliz sería, si pudieses valorarlos por la vehemencia de los tuyos!
Pero no puedo fiarme de ti, ni tampoco puedo dejar de decirte, aunque con menos intensidad de la que siento, que no deberías mortificarme tanto, con ese olvido que me enloquece y que hasta es una vergüenza para ti.
Es muy justo, al menos, que soportes los lamentos de esta desolación que presentí desde que conocí tu decisión de dejarme. Bien sé que me engañé al pensar que actuarías conmigo con más lealtad que la acostumbrada; porque, a fin de cuentas, mi excesivo amor me hacía superior a todas y a cualesquiera sospechas y que merecía de ti una fidelidad
mayor que la esperada. Pero tu disposición a traicionarme venció, en fin, al justo trato que merecía por todo lo que había hecho por ti.
No sería menos desdichada si me amases únicamente porque yo te amo. Preferiría que ese sentimiento naciera espontáneo desde tu propio corazón. ¡Cuán lejos estoy de esto, pues han pasado seis meses sin recibir una sola carta tuya!
Todas estas desgracias las atribuyo a la ceguera con que me entregué a ti. ¿No debía prever que toda mi alegría se acabaría más de prisa que mi amor? ¿Podría haber esperado a que te quedaras para siempre en Portugal y que renunciaras a tu fortuna y a tu país, para ocuparte sólo de mí? Mis penas no tienen alivio y el recuerdo de mis placeres aumenta mi desesperación.
Pues todos mis anhelos se frustraron y ¡no volveré a verte en mi cuarto con todo aquel ardor, con toda aquella pasión impetuosa que me mostrabas!
¡Mas, ay de mí! ¡Cuánto me engaño! Ahora sé muy bien que todas las maravillas que embriagaban mi cabeza y mi corazón eran producidas sólo por algunos placeres que se acababan tan rápidamente como ellas.
Habría sido necesario que en esos momentos de suprema felicidad hubiera acudido a mi razón, para moderar el nefasto exceso de mis delicias y para entrever todo lo que ahora sufro. Pero me entregaba toda a ti, mi amor, y no me hallaba en estado de pensar en algo que pudiera amargar mi júbilo cuando gozaba con plenitud de las ardientes manifestaciones de tu pasión. Sentía tanto placer por tenerte a mi lado, que no podía imaginar que un día me abandonarías. Recuerdo, a pesar de todo, haberte dicho algunas veces que me harías desgraciada, mas estos temores se desvanecían inmediatamente y me complacía en sacrificártelos y en abandonarme al encanto y a la alevosía de tus protestas.
Veo muy bien cuál sería el remedio para todas mis penas. Me vería libre de ellas al instante si dejara de amarte; pero, ¡ay de mí!, ¡qué remedio!... No. Prefiero sufrir aún más, antes que olvidarte. ¿Depende eso de mí? ¡Si no puedo reprocharme el haber dejado de amarte un solo instante! Aun así, eres más digno de compasión que yo; más vale padecer cuanto padezco, que gozar de los lánguidos placeres que te ofrecen tus amantes de Francia.
No envidio tu indiferencia, ¡me das lástima! Te desafío a que me olvides por completo. Me ufano de saber que sin mí no tienes sino placeres imperfectos y que soy más feliz que tú porque me ocupo más de este amor.
Hace poco me nombraron portera de este convento. Todas las personas que me tratan creen que estoy loca. No sé qué les respondo y es necesario que las religiosas sean tan insensatas como yo, para que me crean capaz de algún cargo.
¡Ah! Cuánto envidio la suerte de Manuel y de Francisco... ¿Por qué no estoy siempre contigo como ellos? Te habría seguido y con seguridad yo te habría servido con mayor devoción.
No deseo nada de este mundo, sino verte. ¡Al menos acuérdate de mí! Me contento con que me recuerdes, pero no estoy segura de que lo hagas. No reducía mis esperanzas a tan poco, cuando te veía todos los días; pero me enseñaste muy bien a someterme a todos tus deseos.
No me arrepiento, sin embargo, de haberte adorado. Me encanta que me hayas seducido. Tu cruel ausencia, quizás eterna, en nada disminuye la intensidad de mi pasión.
Quiero que todos lo sepan; no la oculto y me gusta todo lo que hice por ti, contra todas las reglas del decoro. Mi orgullo y mi religión no han sido sino amarte perdidamente toda la vida, desde el momento en que comencé a amarte.
No te digo todas estas cosas para obligarte a que me escribas. ¡Ah! ¡No te violentes! Nada quiero de ti que no sea espontáneo; rechazo todas, todas las pruebas de amor que me dieres de manera forzada. Me gustaría perdonarte, pero tal vez así te complacerías en evitar la molestia de escribirme; y siento una profunda disposición para perdonar todas
tus faltas.
Esta mañana un oficial francés tuvo la amabilidad de pasar conmigo más de tres horas, hablándome de ti. Me dijo que la paz en Francia ya estaba hecha. Si así es, ¿no podrías venir a verme y llevarme a Francia? Pero no merezco tanto. Haz sólo lo que te agrade. Mi amor ya no depende de la manera como me trates.
Desde tu partida no he tenido un solo momento de tranquilidad y sólo siento alivio al repetir tu nombre mil veces al día. Algunas religiosas que conocen el estado deplorable en que me dejaste me hablan de ti con frecuencia. Salgo lo menos posible de mi cuarto, adonde viniste tantas y tantas veces, y ahí contemplo tu retrato, que me es mil veces más
querido que mi propia vida. De él recibo algún consuelo, pero también mucha tristeza, cuando pienso que no volveré a verte jamás. ¿Cómo es posible que nunca más te vea? ¿Me has abandonado para siempre? Esta idea me mata. Tu pobre Mariana no puede más. Me siento desfallecer al acabar esta carta. Adiós. Adiós. Ten compasión de mí.

Mariana Alcoforado

sábado, 6 de febrero de 2010

Carta número 3, El Hábito de la Pasión, Mariana Alcoforado

¿Qué será de mí? ¿Qué quieres que haga? ¡Qué lejos estoy de lo que me había imaginado! Esperaba que me escribieses desde todos los lugares por donde pasases; ¡que tus cartas fueran muy largas! ¡Que alimentarías mi pasión con la esperanza de volver a verte! Que una absoluta confianza en tu fidelidad me daría alguna tranquilidad; y que quedaría, así, en un estado soportable, sin un dolor tan grande. Hasta había planeado hacer todos los esfuerzos que me fueran posibles para reponerme, si pudiese saber con certeza que me habías olvidado. Tu ausencia, algunos toques de piedad, el temor natural de arruinar por completo la poca salud que me queda después de las agotadoras vigilias y de tantas preocupaciones, la poca esperanza de tu regreso, la frialdad de tu cariño y de tus últimos adioses, tu partida fundada en los pretextos más frívolos, mil otras razones más que, aunque buenas, demasiado inútiles, parecían prometerme un apoyo seguro para soportar esto, en caso de que fuera necesario. No tengo que luchar sino conmigo; mal hubiera podido desconfiar de todas mis debilidades, y prever todo lo que hoy sufro.

¡Oh! ¡Pobre de mí! ¡Soy digna de lástima por no poder compartir mis penas contigo y verme sola, completamente sola, ante tanta desventura! Este pensamiento me mata y muero de terror de pensar que jamás hayas gozado lo suficiente de nuestros placeres. Ahora sí conozco la falsedad de tus sentimientos. Me engañaste cada vez que me dijiste que tu mayor placer era estar a solas conmigo. Debo sólo a mis mpertinencias tus desvelos y arrebatos. A sangre fría te hiciste el propósito de iniciar este incendio en que me abrasaste toda. No consideraste mi pasión, sino como una victoria, sin que jamás tu corazón hubiera sido conmovido entrañablemente. ¿Serás tan infame y tan indelicado, como para nunca haber sabido gozar de mis éxtasis? ¿Y cómo es posible, si no fuese así, que con tanto amor no hubiera podido hacerte completamente feliz? Lloro, sólo por el amor que te tengo, las delicias infinitas que has perdido. ¿Por qué fatalidad no quisiste disfrutarlas? ¡Ah! Si las conocieses, hallarías, sin duda, que son más deliciosas que la satisfacción de haberme engañado, y te habrías dado cuenta de que somos más felices y más tiernos amando ardientemente... que siendo amados.
No sé ni quién soy, ni qué hago, ni qué deseo. ¡Me destrozan miles de emociones encontradas! ¿Quién podría imaginarse un estado más miserable? Te amo como una loca y me controlo tanto, que no me atrevo a desearte los mismos males y los mismos ímpetus que me turban. Me mataría, y si no lo hiciese, moriría de dolor, si tuviera la certeza de que no tendrías sosiego alguno, que tu vida sería sólo desespero y locura, que llorarías inconsolablemente y que todo lo aborrecerías. No me siento con fuerzas para soportar mis males; ¿cómo podría soportar el dolor que me causarían los tuyos, mil veces más penetrantes?

A pesar de todo, no puedo desear que no me recuerdes y, para hablarte con sinceridad, siento celos furiosos de todo cuanto pueda causarte alegría, conmover tu corazón y darte gusto en Francia.

No sé por qué te escribo. Veo que apenas te apiades de mí, rechazaré tu compasión. Siento rabia cuando pienso en todo lo que sacrifiqué por ti. Perdí mi reputación. Me expuse a la maldición de los míos y a la severidad de las leyes de mi país contra las religiosas, y a tu ingratitud, que me parece la mayor de todas las desgracias. Aun así, siento que mis remordimientos no son verdaderos y que en lo más íntimo de mi alma quisiera haberme expuesto a mayores peligros por tu amor y siento un nefasto placer en haber arriesgado por ti mi vida y mi honra. ¿No debía entregarte todo lo que me era más precioso? Dí si no debo estar satisfecha de haberlo hecho así. Me parece que ni siquiera estoy contenta de mis males, ni con mi excesivo amor, aunque, ¡ay de mí!, no puedo ilusionarme de ser feliz contigo. Vivo... ¡Qué desleal soy, pues hago tanto por conservar mi vida, como por perderla! Ay, muero de vergüenza...; ¿acaso mi desesperación existe sólo en mis cartas? Si te amase tanto, tanto como mil veces te lo he dicho, ¿no estaría muerta hace mucho tiempo? Te he engañado. Tú eres quien debe quejarse de mí. ¡Ah!,¿por qué no te quejas, mi amor? Te vi partir; no tengo ninguna esperanza de que vuelvas, ¡y todavía respiro! Te he traicionado. Te ruego que me perdones. Pero no, no lo hagas, te lo suplico. Trátame con crueldad. No pienses que mis sentimientos son tan ardientes. Sé más difícil de contentar. Dime que deseas que muera de amor por ti. Te imploro que me ayudes, para poder vencer la flaqueza de mi sexo y poner fin a mis indecisiones, por un acto de verdadera desesperación...

Un final trágico te obligaría, sin duda, a pensar a menudo en mí. Apreciarías mi recuerdo y esta muerte extraordinaria te causaría una profunda conmoción. Y, ¿no es la muerte, por ventura, preferible al estado en que me has dejado? ¡Adiós! Cómo desearía no haberte visto jamás. ¡Pobre de mí! Siento vivamente la falsedad de este sentimiento y sé, aunque es difícil de expresar, cuánto más prefiero ser infeliz amándote, que no haberte visto jamás.

Me resigno, sin murmurar, a mi malhadada fortuna, ya que tú no quisiste que fuera mejor. Adiós. Prométeme que me recordarás con ternura, si muero de dolor; y así podrá, al menos, la violencia de mi pasión, entristecerte y apartarte de todo. Este consuelo me basta y si es preciso que te abandone para siempre, desearía mucho no dejarte a otra. ¿No sería una refinada crueldad la tuya si te aprovechases de mi desesperación para parecer más amable, para vanagloriarte de haber encendido la mayor pasión que hubo en el mundo? Adiós una vez más. Te escribo cartas demasiado largas. No tengo consideración contigo. Te pido que me perdones y me atrevo a esperar que tendrás alguna indulgencia con esta pobre loca, que no lo era, bien lo sabes, antes de amarte. Adiós. Me parece que te hablo demasiado del estado insoportable en que me encuentro. Sin embargo, te agradezco desde el fondo de mi corazón la desesperación que me causas y aborrezco la tranquilidad en que vivía antes de conocerte. Adiós. Mi pasión crece a cada instante. ¡Ay, cuántas cosas tengo aún por decirte!

Mariana Alcoforado

viernes, 5 de febrero de 2010

Carta Número 2, El Hábito de la Pasión, Mariana Alcoforado

Tu teniente acaba de decirme que una tormenta te hizo llegar a Algarve. Me aterra que hubieras tenido que sufrir tanto en el mar; el temor me absorbió tanto, que dejé de preocuparme por todas mis penas. ¿Crees, acaso, que tu teniente se interesa más que yo en todo lo que te sucede? ¿Por qué razón recibió él esta información antes que yo? En fin, ¿por qué no me has escrito?
Bien desgraciada soy si no has tenido tiempo para hacerlo desde que te fuiste y, más aún, si habiéndolo tenido, no me escribiste. Tu injusticia y tu ingratitud son extremas; pero me afligiría desesperadamente si ellas te ocasionaran algún infortunio. Prefiero que se queden sin castigo, a que se venguen por mí. Rechazo todo lo que me indica que no me amas y me siento más dispuesta a abandonarme ciegamente a mi pasión, que a aceptar las razones que me ofreces cuando me quejo de tu frialdad.
¡Cuántas angustias me habrías evitado si tu proceder hubiera sido tan remiso y lánguido en los primeros días que te vi, como me parece que lo es desde hace algún tiempo!... ¿Pero, quién no se dejaría engañar como yo por tantas atenciones y a quién no le habrían parecido sinceras? ¡Cuánto nos cuesta y cuánto tardamos en decidirnos a sospechar de la lealtad de los que amamos!
Veo muy bien que te satisfaces con la menor de las disculpas y antes de que te apresures a engañarme, te digo que el amor que tengo por ti te sirve con tanta fidelidad, que no puedo culparte, sino para gozar del inefable placer de perdonarte.
Me venciste con la asidua perseverancia de tus galanteos, me inflamaste con tus arrebatos, me encantaste con tus detalles amables, me convenciste con tus juramentos, me sedujo mi propia inclinación apasionada; pero las consecuencias de estos comienzos tan deliciosos y tan felices no son más que lágrimas, cansados suspiros y una funesta muerte, ¡sin que pueda hallarles algún remedio!
Es verdad que amándote gocé de las delicias nunca imaginadas, pero hoy me cuestan penas extraordinarias. Todas las emociones que me causas son siempre intensas. Si me hubiese resistido a tu amor con obstinación, si te hubiese dado motivo de dolor y de celos, para entusiasmarte y atarte más; si hubieses notado en mi proceder algún rechazo fingido, si, en fin, hubiese opuesto mi razón a la inclinación natural que por ti sentía -de la cual al instante me advertiste, aunque mis esfuerzos sin duda habrían sido inútiles-, podrías, con todo derecho y justicia, castigarme con severidad y abusar del poder que tienes sobre mí.
Pero me pareciste digno de mi amor; antes de que me hubieras dicho que me amabas me demostraste una gran pasión; quedé deslumbrada y me dediqué a amarte con locura.
Si tú no estabas ciego, como yo, ¿por qué me dejaste caer en el estado miserable en que ahora me encuentro? ¿Qué querías hacer con mis arrebatos, tan inoportunos, como excesivos? Bien sabías que no habrías de quedarte para siempre en Portugal. ¿Por qué me escogiste para hacerme tan desgraciada? En este país habrías encontrado sin duda otra mujer más hermosa que yo, con la cual hubieras podido disfrutar de los mismos placeres, pues sólo te interesaban los más primarios; una mujer que te habría amado con fidelidad mientras estuvieses con ella y a la que el tiempo pudiese consolar por tu ausencia; y que habrías podido abandonar sin perfidia ni crueldad.
Tu proceder es más propio de un tirano dedicado a perseguirme, que de un amante, quien sólo debería pensar en cautivarme.
¡Ay! ¿Por qué tratas con tanta dureza a un corazón que es todo tuyo? Veo con claridad que es tan fácil que te persuadan contra mí, como lo fue para mí dejarme persuadir por ti.
Sin necesidad de valerme de todo mi amor y sin creer haber hecho algo extraordinario, hubiera podido soportar con facilidad este abandono, si las razones por las cuales me dejaste hubieran sido más poderosas, aunque todas me habrían parecido muy frágiles y ninguna habría podido alejarme de tu lado. Pero quisiste aprovechar cualquier pretexto para volver a Francia. Partía un navío. ¿Por qué no lo dejaste ir? Te había escrito tu familia. ¿No sabes de las persecuciones que sufrí en la mía? Tu honra te obligaba a dejarme. ¿Acaso resarcí la mía? Tenías que ir a servir a tu rey. Si todo lo que de él dicen es verdad, no tendría ninguna necesidad de tus servicios y habría podido prescindir de ellos.
Habría sido muy afortunada si hubiésemos pasado juntos la vida. Pero ya que era necesario que una ausencia cruel nos separase, me parece que debo complacerme, al menos, de no haberte sido infiel y no quisiera, por nada en el mundo, haber realizado una acción tan baja. ¡Cómo! Conociste a fondo mi corazón y mi ternura y decidiste dejarme por siempre jamás y exponerme a los horrores que me produce el que no me recuerdes... sino para sacrificarme a una nueva pasión?
Veo bien que te amo como una insensata. A pesar de todo, no me quejo del furor de mi corazón. Me acostumbro a sus tribulaciones y no podría vivir sin este placer tan especial, al que me aferro, de amarte entre mil dolores y penas.
Pero lo que me mortifica sin cesar es el disgusto y el fastidio que tengo para todo... Mi familia, mis amistades, este convento, todo se me ha hecho insoportable. Aborrezco todo lo que tengo que hacer y a lo que tengo que asistir por obligación. Tan celosa soy de mi pasión, que me parece que todas mis acciones, todas mis obligaciones te pertenecen. Sí,me siento culpable cuando no dedico a ti todos los momentos de mi vida. ¡Qué haría, ay de mí, sin este odio tan grande y este gran amor que hinchan mi corazón! ¿Podría, acaso, sobrevivir a lo que incesantemente me absorbe y llevar una vida tranquila y lánguida? No, no podría, no me conformo con ese vacío y esa indiferencia.
Todos perciben el cambio en mi genio, en mi manera de ser y en toda mi persona. La Madre Superiora me hablaba sobre esto, al principio con severidad, después, con algún cariño. No sé lo que le respondí. Creo que le confesé todo. Las religiosas más austeras se compadecen del estado en que me ven. Las mueve una cierta consideración y un cuidado conmigo. A todos conmueve mi loco amor y tú, sólo tú, permaneces en una profunda indiferencia..., sin escribirme sino cartas frías, llenas de repeticiones, que no llegan ni hasta la mitad de la hoja de papel, lo cual me indica burdamente que te mueres de impaciencia por terminarlas.
Dona Brites me buscó hace algunos días para sacarme de mi habitación y, creyendo que me divertiría, me llevó a pasear al balcón que mira hacia Mertola. Fui allí y luego me asaltó una cruel nostalgia, que me hizo llorar el resto del día. Regresé a mi cuarto, me acosté y reflexioné sobre las pocas posibilidades que veo de reponerme algún día. Todo lo que hacen para aliviarme exaspera mi dolor y en los mismos remedios hallo motivos para afligirme. En aquel lugar te vi pasar muchas veces con una elegancia y gallardía que me encantaban. Estaba en ese balcón el día fatal en que comencé a sentir las primeras manifestaciones de esta desdichada pasión. Parecía que deseabas agradarme, aun sin conocerme. Me convencí de que me habías distinguido entre todas mis compañeras. Imaginé que cuando pasabas, te gustaba que te viese mejor y que admirara tu destreza y tu garbo cuando hacías caracolear a tu caballo. Me asustaba toda si lo obligabas a hacer algún paso difícil. En fin, me interesaba en secreto por todas tus acciones. Sentía que no me eras indiferente y recibía para mí todo lo que hacías.
Conoces muy bien las consecuencias de esto que iniciamos y aunque no tengo nada de qué arrepentirme, no debo, sin embargo, recordártelas por temor de hacerte sentir más culpable y de censurarme por tantos afanes inútiles para obligarte a que me fueras fiel. ¡No, no lo serás! ¿Cómo puedo esperar de mis cartas y de mis lamentos, lo que mi amor y total entrega a ti no pudieron hacer contra tu ingratitud?
Estoy más que segura de mi desventura. Por tu inicuo proceder no me queda la menor duda de ella; debo sospechar de todo, pues ¡me abandonaste!
¿Acaso sólo para mí eran tus encantos y no habrá otras a quienes deslumbrarás? Creo que no me disgustaría que pudieras comparar los sentimientos de otras con los míos y quisiera -¡mira las contradicciones de mi alma!- que todas las damas de Francia te considerasen amable, pero que ninguna te amase y que ninguna te agradase. Sé que esta idea es ridícula e imposible. No obstante sé, por experiencia, que no eres capaz de sentir un gran amor y que podrás olvidarme sin ayuda y sin una nueva pasión que te obligue a ello. Tal vez quisieses tener algún pretexto razonable... Es verdad que yo sería más desgraciada, pero tú serías menos culpable.
Veo que te quedarás en Francia, sin muchas alegrías, pero con plena libertad. Te retienen la fatiga de un largo viaje, cualesquiera pequeñas obligaciones y el temor de no saber corresponder a mis ardientes arrebatos. ¡Ah, no me temas! Me contentaría con verte de vez en cuando y saber que vivimos en el mismo sitio.
Pero quizá me ilusiono; quién sabe si la austeridad y la indiferencia de otra mujer te conmoverán más que mi afecto. ¿Será posible que los maltratos inflamen tu corazón?
Reflexiona, sin embargo, antes de enredarte en una gran pasión y considera cuán grandes son mis penas, la incertidumbre de todos mis planes, las contradicciones de mis cartas, mis esperanzas, mis desesperos, mis nostalgias, mis celos... ¡Veo que vas a sufrir mucho! Te invito a que te aproveches de este ejemplo que te doy, para que, al menos, lo que padezco por ti no sea inútil.
Hace cinco o seis meses me hiciste una confidencia delicada; me contaste, con toda sinceridad, que amabas a una señora en tu país. Si es ella quien te impide regresar, dímelo sin temor, para que no me consuma aún más. Todavía me queda algún resto de esperanza en la que me apoyo; pero si ella no me anima, preferiría perderla por completo y perderme con ella. Mándame su retrato y algunas de sus cartas. Cuéntame todo lo que te dice. Hallaré en ello motivos para consolarme, o para afligirme aún más. No puedo continuar en este estado y cualquier cambio me sería favorable. Quisiera también tener un retrato de tu hermano y de tu cuñada. Amo mucho todo lo que te pertenece y siento afecto por quienes te aprecian. Nada reservo para mí. Hay momentos en que pienso que me resignaría a servir con sumisión a aquella a quien amas. Tus malos tratos y tus desprecios me tienen tan abatida, que a veces ni me atrevo a pensar que podría celarte por temor a disgustarte y llego a creer que censurarte es la mayor impertinencia. Muchas veces me convenzo de que no debo manifestarte, con tanta amargura como lo hago, los sentimientos que tú desprecias.
Hace mucho que un oficial espera esta carta. Había resuelto escribirla de tal manera que pudieses leerla con alegría. Pero es demasiado desordenada; debo terminarla. ¡Ay de mí! No me siento con fuerzas para hacerlo. Me parece que te hablo cuando te escribo y que estás a mi lado. La próxima carta que te escriba no será tan larga, ni tan impertinente.
Podrás abrirla con la certeza de que cumpliré mi palabra. En verdad, no debo hablarte de una pasión que te disgusta y no te hablaré más de ella.
¡Dentro de pocos días hará un año que me entregué toda a ti, sin ningún recato! Tu pasión me parecía tan ardiente y sincera, que jamás me había imaginado que mis favores te disgustasen tanto como para obligarte a viajar quinientas leguas y exponerte a los peligros del mar, sólo para alejarte de mí. ¡De nadie hubiera esperado semejante trato! ¡Deberías recordar mi pudor, mi confusión, mi vergüenza, pero, ¡ay de mí!, no recordarás nada que pueda, muy a tu pesar, obligarte a amarme!
El oficial que debe llevarte la carta, por cuarta vez me avisa que debe partir. ¡Qué prisa tiene! Seguramente abandona a alguna pobre desgraciada en este país.
Adiós. Me cuesta más terminar esta carta que lo que te costó a ti dejarme, tal vez para siempre. Adiós. No me atrevo a decirte nombres tiernos y cariñosos, ni entregarme, sin inhibición, a todos los ímpetus de mi pasión. Te amo mil veces más que a mi vida y mil veces más de lo que me imagino. ¡Lo que más quiero, es lo que más me tiraniza! No me escribes... No pude evitar decirte esto, otra vez. Vuelvo a comenzar, el oficial partirá. ¿Qué importa? Que se vaya... Escribo más para mí que para ti. No intento sino desahogar este corazón. También la extensión de mi carta te dará miedo. No la leerás. ¿Qué hice para ser tan desdichada? Y, ¿por qué envenenaste así mi vida? ¡Ah! ¿Por qué no nací en otra tierra? Adiós; perdóname. No me atrevo a rogarte que me ames. ¡Mira a lo que me ha reducido mi destino!... ¡Adiós!

Mariana Alcoforado

Primera Carta, El Hábito de la Pasión, Mariana Alcoforado

Piensa, mi amor: ¡qué desconsiderado fuiste! ¡Ah, infeliz! Me engañaste con falsas esperanzas. Una pasión en la que tenía tan deliciosas expectativas sólo puede darme hoy una mortal desesperación, apenas comparable con la crueldad de esta ausencia. Y este abandono, para el cual mi dolor, por más que se esmere, no halla nombre más funesto, ¿habrá de privarme por siempre de contemplar esos ojos en que veía tanto amor y que me hicieron conocer los embelesos que henchían mi pecho de alegría, que eran todo para mí y, en fin, que colmaban mi vida?
Los míos estarán privados de la única luz que los animaba. En ellos sólo quedan lágrimas; no hacen sino llorar, desde que supe que estabas decidido a separarte de mí, una separación que me es tan insoportable, que muy pronto me matará.

Y con todo, me parece que me aferro a mis penas, de las cuales sólo tú eres la causa.
Te consagré mi vida desde que en ti descansaron mis ojos y siento un placer místico en sacrificarla por ti.

Miles de veces durante el día te buscan mis cansados suspiros, tan tristes, que no dan otro alivio a mis tribulaciones que el aviso, cruel y sincero, de mi desventura, que no consiente que me ilusione y que me repite a cada instante: «Deja, deja de consumirte en vano, ¡infeliz Mariana!, de anhelar un amante que jamás volverás a ver, que cruzó los mares para huir de ti, que vive en Francia entregado a los placeres, que ni un solo momento piensa en tus penas, que te produce todos estos arrebatos de amor y no sabe agradecértelo». Mas no. No puedo decidirme a pensar tan mal de ti. Deseo disculpar todos tus actos. ¡Tampoco quiero imaginar que me has olvidado!

Y soy ya muy desdichada, como para dejarme atormentar por falsas sospechas. ¿Por qué esforzarme en borrar de mi memoria todos los desvelos con que anhelabas probarme tu amor? ¡Ah! Todo ello me deleitaba tanto, que habría sido una ingrata si no te hubiera amado con los arrobos que me producía mi propia pasión, cuando gozaba de los testimonios de la tuya. ¿Cómo es posible que los recuerdos de tan dulces momentos se hayan tornado tan amargos? ¿Y que ahora, contra todos mis deseos, hayan de servir sólo para lacerar mi corazón? ¡Pobre de él! Al leer tu última carta mi corazón ha quedado reducido a un estado miserable: eran tan fuertes sus palpitaciones que me parecía que hacía esfuerzos para separarse de mí y volar hacia ti. Tan abatida quedé por esas violentas emociones, que por tres horas perdí el sentido. Luchaba así contra la vida que por ti debo perder, ya que para ti no la puedo conservar. Con mucho pesar volví en mí. Me complacía en sentir que moría de amor y me sentía muy bien al pensar que dejaría de flagelar mi alma por el dolor de tu ausencia.

Después de esta conmoción, he padecido muchas y diversas enfermedades; pero, ¿cómo puedo vivir sin penas, si no he de volverte a ver? Sé soportarlas sin queja, pues provienen de ti. ¡Pobre de mí! ¿Es esa la recompensa que me das por haberte amado con tanta ternura? No importa. Estoy resuelta a adorarte toda mi vida y a no querer a nadie más. Y creo que harías muy bien, igualmente, en no amar a ninguna otra. ¿Acaso podrías contentarte con una pasión menos ardiente que la mía? Encontrarás tal vez más hermosura -aunque en otras ocasiones me dijiste que era bonita- mas nunca hallarás tanto amor... y todo o más, es nada.

Deja de escribir necedades: no me pidas que te recuerde. No puedo olvidarte, ni tampoco olvido la esperanza que sembraste en mí, de estar conmigo algún tiempo. ¡Ah! ¿Por qué no quieres pasar toda la vida a mi lado? Si pudiese salir de este aburrido convento, no esperaría en Portugal a que cumplieses tus promesas... Partiría sin pudor a buscarte, seguirte y amarte por todo el mundo. No me atrevo siquiera a pensar que fuese posible. No quiero alimentar una esperanza, que me daría seguramente algún alivio y no quiero sino entregarme a la pena.

Confieso, sin embargo, que la oportunidad que mi hermano me ofreció para escribirte me alegró mucho y suspendió por un instante el desespero en que vivo.

Te exijo que me digas, ¿para qué te dedicaste a cautivarme tanto sabiendo muy bien que debías abandonarme? ¡Ah! Dí, ¿por qué razón te encarnizaste en hacerme desgraciada? ¿Por qué no me dejaste tranquila en mi convento? ¿Qué daño te hice?

Pero, perdóname, mi amor. No te culpo de nada. No estoy en condiciones de vengarme de ti y sólo acuso a la crueldad de mi triste destino. También me parece que el separarnos nos hace todo el mal que podríamos temer de él. Pero el destino no podrá separar nuestros corazones. El amor, más poderoso que él, nos unió para toda nuestra vida.
Si algún interés por mi vida tienes, escríbeme con frecuencia. Bien merezco que tengas la delicadeza de contarme cómo estás y cómo te sientes. ¡Ah! Sobre todo... ven a verme.
¡Adiós! No puedo deshacerme de este papel que ha de ir a tus manos. ¡Cuánto quisiera tener la misma dicha! ¡Qué locura la mía! Sé muy bien que esto no es posible. Adiós: no puedo más. ¡Adiós! Ámame siempre. Y haz padecer aún más a tu pobre Mariana.

Mariana Alcoforado

viernes, 15 de enero de 2010

Poema final por nosotros

Está bien, vas con otro, y me apeno y sonrío,
pues recuerdo las noches que temblaste en mi mano,
como tiembla en la hoja la humedad del rocío,
o el fulgor de la estrella que desciende al pantano.

Te perdono, y es poco. Te perdono, y es todo,
yo que amaba tus formas, más amaba tu amor,
y empezó siendo rosa lo que luego fue lodo,
a pesar del perfume y a pesar del color.

Hoy prefiero mil veces sonreír aunque pierda,
mientras pierda tan solo el derecho a tu abrazo,
y no ser el que olvida, mientras él quien recuerda,
y tú bajes el rostro y él lo vuelva si paso.

Quien te lleva no sabe que pasó mi tormento,
y me apena su modo de aferrarse a lo vano,
él se aferra a la rosa, pero olvida que el viento,
todavía dirige su perfume a mi mano.

Y por ser quien conozco tus angustias y anhelos,
te perdono si pasas y si no me saludas,
pues prefiero el orgullo de perderte con celos,
a la angustia que él siente de tenerte con dudas.

Y mañana quien sabe, no sabré si fue rubia,
si canela, o si blanca la humedad de esta pena,
y quizás te recuerde si me adentro en la lluvia,
o tal vez me dé risa si acaricio la arena.


José Angel Buesa

Poema de una calle

Amo esta calle, y amo sus tristes casas
en las que se entristecen cumpleaños y bodas,
porque esta calle triste, se alegra cuando pasas
tú, mujer preferida entre todas.

Amo esta calle acaso porque en ella subsiste
no sé qué somnolencia de arrabal provinciano.
Pero a veces la odio, porque aunque siempre es triste
me parece más triste cuando te espero en vano.

Y yo bien sé que esta calle nunca podrá ser bella
con sus fachadas sucias y sus portales viejos.
Pero sé que es distinta cuando pasas por ella
y te miro pasar... desde lejos.

Por eso amo esta calle de soledad y hastío
que ensancha sus aceras para alejar las casas.
Mientras te espera en vano mi corazón vacío,
¡que es una calle triste por donde nunca pasas!


José Angel Buesa

Poema del secreto

Puedo tocar tu mano sin que tiemble la mía,
y no volver el rostro para verte pasar.
Puedo apretar mis labios un día y otro día...
y no puedo olvidar.

Puedo mirar tus ojos y hablar frívolamente,
casi aburridamente, sobre un tema vulgar,
puedo decir tu nombre con voz indiferente...
y no puedo olvidar.

Puedo estar a tu lado como si no estuviera,
y encontrarte cien veces, así como al azar...
puedo verte con otro, sin suspirar siquiera,
y no puedo olvidar.

Ya vez: Tú no sospechas este secreto amargo,
más amargo y profundo que el secreto del mar...
porque puedo dejarte de amar, y sin embargo...
¡no te puedo olvidar!


José Angel Buesa

Poema del renunciamiento

Pasarás por mi vida sin saber que pasaste,
pasarás en silencio por mi amor y al pasar
fingiré una sonrisa como un dulce contraste
del dolor de quererte... y jamás lo sabrás.

Soñaré con el nácar virginal de tu frente,
soñaré con tus ojos de esmeraldas de mar,
soñaré con tus labios desesperadamente,
soñaré con tus besos... y jamás lo sabrás.

Quizás pases con otro que te diga al oído
esas frases que nadie como yo te dirá
y, ahogando para siempre mi amor inadvertido,
te amaré más que nunca... y jamás lo sabrás.

Yo te amaré en silencio... como algo inaccesible,
como un sueño que nunca lograré realizar
y el lejano perfume de mi amor imposible
rozará tus cabellos... y jamás lo sabrás.

Y si un día una lágrima denuncia mi tormento,
-- el tormento infinito que te debo ocultar --
te diré sonriente: "No es nada... ha sido el viento".
Me enjugaré la lágrima... ¡y jamás lo sabrás!



José Angel Buesa

Poema del regreso

Vengo del fondo oscuro de una noche implacable,
y contemplo los astros con un gesto de asombro.
Al llegar a tu puerta me confieso culpable,
y una paloma blanca se me posa en el hombro.

Mi corazón humilde se detiene en tu puerta
con la mano extendida como un viejo mendigo;
y tu perro me ladra de alegría en la huerta,
porque, a pesar de todo, sigue siendo mi amigo.

Al fin creció el rosal aquel que no crecía
y ahora ofrece sus rosas tras la verja de hierro:
Yo también he cambiado mucho desde aquel día,
pues no tienen estrellas las noches del destierro.

Quizás tu alma está abierta tras la puerta cerrada;
pero al abrir tu puerta, como se abre a un mendigo,
mírame dulcemente, sin preguntarme nada,
y sabrás que no he vuelto ... ¡porque estaba contigo!


José Angel Buesa