sábado, 6 de febrero de 2010

Carta número 3, El Hábito de la Pasión, Mariana Alcoforado

¿Qué será de mí? ¿Qué quieres que haga? ¡Qué lejos estoy de lo que me había imaginado! Esperaba que me escribieses desde todos los lugares por donde pasases; ¡que tus cartas fueran muy largas! ¡Que alimentarías mi pasión con la esperanza de volver a verte! Que una absoluta confianza en tu fidelidad me daría alguna tranquilidad; y que quedaría, así, en un estado soportable, sin un dolor tan grande. Hasta había planeado hacer todos los esfuerzos que me fueran posibles para reponerme, si pudiese saber con certeza que me habías olvidado. Tu ausencia, algunos toques de piedad, el temor natural de arruinar por completo la poca salud que me queda después de las agotadoras vigilias y de tantas preocupaciones, la poca esperanza de tu regreso, la frialdad de tu cariño y de tus últimos adioses, tu partida fundada en los pretextos más frívolos, mil otras razones más que, aunque buenas, demasiado inútiles, parecían prometerme un apoyo seguro para soportar esto, en caso de que fuera necesario. No tengo que luchar sino conmigo; mal hubiera podido desconfiar de todas mis debilidades, y prever todo lo que hoy sufro.

¡Oh! ¡Pobre de mí! ¡Soy digna de lástima por no poder compartir mis penas contigo y verme sola, completamente sola, ante tanta desventura! Este pensamiento me mata y muero de terror de pensar que jamás hayas gozado lo suficiente de nuestros placeres. Ahora sí conozco la falsedad de tus sentimientos. Me engañaste cada vez que me dijiste que tu mayor placer era estar a solas conmigo. Debo sólo a mis mpertinencias tus desvelos y arrebatos. A sangre fría te hiciste el propósito de iniciar este incendio en que me abrasaste toda. No consideraste mi pasión, sino como una victoria, sin que jamás tu corazón hubiera sido conmovido entrañablemente. ¿Serás tan infame y tan indelicado, como para nunca haber sabido gozar de mis éxtasis? ¿Y cómo es posible, si no fuese así, que con tanto amor no hubiera podido hacerte completamente feliz? Lloro, sólo por el amor que te tengo, las delicias infinitas que has perdido. ¿Por qué fatalidad no quisiste disfrutarlas? ¡Ah! Si las conocieses, hallarías, sin duda, que son más deliciosas que la satisfacción de haberme engañado, y te habrías dado cuenta de que somos más felices y más tiernos amando ardientemente... que siendo amados.
No sé ni quién soy, ni qué hago, ni qué deseo. ¡Me destrozan miles de emociones encontradas! ¿Quién podría imaginarse un estado más miserable? Te amo como una loca y me controlo tanto, que no me atrevo a desearte los mismos males y los mismos ímpetus que me turban. Me mataría, y si no lo hiciese, moriría de dolor, si tuviera la certeza de que no tendrías sosiego alguno, que tu vida sería sólo desespero y locura, que llorarías inconsolablemente y que todo lo aborrecerías. No me siento con fuerzas para soportar mis males; ¿cómo podría soportar el dolor que me causarían los tuyos, mil veces más penetrantes?

A pesar de todo, no puedo desear que no me recuerdes y, para hablarte con sinceridad, siento celos furiosos de todo cuanto pueda causarte alegría, conmover tu corazón y darte gusto en Francia.

No sé por qué te escribo. Veo que apenas te apiades de mí, rechazaré tu compasión. Siento rabia cuando pienso en todo lo que sacrifiqué por ti. Perdí mi reputación. Me expuse a la maldición de los míos y a la severidad de las leyes de mi país contra las religiosas, y a tu ingratitud, que me parece la mayor de todas las desgracias. Aun así, siento que mis remordimientos no son verdaderos y que en lo más íntimo de mi alma quisiera haberme expuesto a mayores peligros por tu amor y siento un nefasto placer en haber arriesgado por ti mi vida y mi honra. ¿No debía entregarte todo lo que me era más precioso? Dí si no debo estar satisfecha de haberlo hecho así. Me parece que ni siquiera estoy contenta de mis males, ni con mi excesivo amor, aunque, ¡ay de mí!, no puedo ilusionarme de ser feliz contigo. Vivo... ¡Qué desleal soy, pues hago tanto por conservar mi vida, como por perderla! Ay, muero de vergüenza...; ¿acaso mi desesperación existe sólo en mis cartas? Si te amase tanto, tanto como mil veces te lo he dicho, ¿no estaría muerta hace mucho tiempo? Te he engañado. Tú eres quien debe quejarse de mí. ¡Ah!,¿por qué no te quejas, mi amor? Te vi partir; no tengo ninguna esperanza de que vuelvas, ¡y todavía respiro! Te he traicionado. Te ruego que me perdones. Pero no, no lo hagas, te lo suplico. Trátame con crueldad. No pienses que mis sentimientos son tan ardientes. Sé más difícil de contentar. Dime que deseas que muera de amor por ti. Te imploro que me ayudes, para poder vencer la flaqueza de mi sexo y poner fin a mis indecisiones, por un acto de verdadera desesperación...

Un final trágico te obligaría, sin duda, a pensar a menudo en mí. Apreciarías mi recuerdo y esta muerte extraordinaria te causaría una profunda conmoción. Y, ¿no es la muerte, por ventura, preferible al estado en que me has dejado? ¡Adiós! Cómo desearía no haberte visto jamás. ¡Pobre de mí! Siento vivamente la falsedad de este sentimiento y sé, aunque es difícil de expresar, cuánto más prefiero ser infeliz amándote, que no haberte visto jamás.

Me resigno, sin murmurar, a mi malhadada fortuna, ya que tú no quisiste que fuera mejor. Adiós. Prométeme que me recordarás con ternura, si muero de dolor; y así podrá, al menos, la violencia de mi pasión, entristecerte y apartarte de todo. Este consuelo me basta y si es preciso que te abandone para siempre, desearía mucho no dejarte a otra. ¿No sería una refinada crueldad la tuya si te aprovechases de mi desesperación para parecer más amable, para vanagloriarte de haber encendido la mayor pasión que hubo en el mundo? Adiós una vez más. Te escribo cartas demasiado largas. No tengo consideración contigo. Te pido que me perdones y me atrevo a esperar que tendrás alguna indulgencia con esta pobre loca, que no lo era, bien lo sabes, antes de amarte. Adiós. Me parece que te hablo demasiado del estado insoportable en que me encuentro. Sin embargo, te agradezco desde el fondo de mi corazón la desesperación que me causas y aborrezco la tranquilidad en que vivía antes de conocerte. Adiós. Mi pasión crece a cada instante. ¡Ay, cuántas cosas tengo aún por decirte!

Mariana Alcoforado

No hay comentarios:

Publicar un comentario