viernes, 5 de febrero de 2010

Primera Carta, El Hábito de la Pasión, Mariana Alcoforado

Piensa, mi amor: ¡qué desconsiderado fuiste! ¡Ah, infeliz! Me engañaste con falsas esperanzas. Una pasión en la que tenía tan deliciosas expectativas sólo puede darme hoy una mortal desesperación, apenas comparable con la crueldad de esta ausencia. Y este abandono, para el cual mi dolor, por más que se esmere, no halla nombre más funesto, ¿habrá de privarme por siempre de contemplar esos ojos en que veía tanto amor y que me hicieron conocer los embelesos que henchían mi pecho de alegría, que eran todo para mí y, en fin, que colmaban mi vida?
Los míos estarán privados de la única luz que los animaba. En ellos sólo quedan lágrimas; no hacen sino llorar, desde que supe que estabas decidido a separarte de mí, una separación que me es tan insoportable, que muy pronto me matará.

Y con todo, me parece que me aferro a mis penas, de las cuales sólo tú eres la causa.
Te consagré mi vida desde que en ti descansaron mis ojos y siento un placer místico en sacrificarla por ti.

Miles de veces durante el día te buscan mis cansados suspiros, tan tristes, que no dan otro alivio a mis tribulaciones que el aviso, cruel y sincero, de mi desventura, que no consiente que me ilusione y que me repite a cada instante: «Deja, deja de consumirte en vano, ¡infeliz Mariana!, de anhelar un amante que jamás volverás a ver, que cruzó los mares para huir de ti, que vive en Francia entregado a los placeres, que ni un solo momento piensa en tus penas, que te produce todos estos arrebatos de amor y no sabe agradecértelo». Mas no. No puedo decidirme a pensar tan mal de ti. Deseo disculpar todos tus actos. ¡Tampoco quiero imaginar que me has olvidado!

Y soy ya muy desdichada, como para dejarme atormentar por falsas sospechas. ¿Por qué esforzarme en borrar de mi memoria todos los desvelos con que anhelabas probarme tu amor? ¡Ah! Todo ello me deleitaba tanto, que habría sido una ingrata si no te hubiera amado con los arrobos que me producía mi propia pasión, cuando gozaba de los testimonios de la tuya. ¿Cómo es posible que los recuerdos de tan dulces momentos se hayan tornado tan amargos? ¿Y que ahora, contra todos mis deseos, hayan de servir sólo para lacerar mi corazón? ¡Pobre de él! Al leer tu última carta mi corazón ha quedado reducido a un estado miserable: eran tan fuertes sus palpitaciones que me parecía que hacía esfuerzos para separarse de mí y volar hacia ti. Tan abatida quedé por esas violentas emociones, que por tres horas perdí el sentido. Luchaba así contra la vida que por ti debo perder, ya que para ti no la puedo conservar. Con mucho pesar volví en mí. Me complacía en sentir que moría de amor y me sentía muy bien al pensar que dejaría de flagelar mi alma por el dolor de tu ausencia.

Después de esta conmoción, he padecido muchas y diversas enfermedades; pero, ¿cómo puedo vivir sin penas, si no he de volverte a ver? Sé soportarlas sin queja, pues provienen de ti. ¡Pobre de mí! ¿Es esa la recompensa que me das por haberte amado con tanta ternura? No importa. Estoy resuelta a adorarte toda mi vida y a no querer a nadie más. Y creo que harías muy bien, igualmente, en no amar a ninguna otra. ¿Acaso podrías contentarte con una pasión menos ardiente que la mía? Encontrarás tal vez más hermosura -aunque en otras ocasiones me dijiste que era bonita- mas nunca hallarás tanto amor... y todo o más, es nada.

Deja de escribir necedades: no me pidas que te recuerde. No puedo olvidarte, ni tampoco olvido la esperanza que sembraste en mí, de estar conmigo algún tiempo. ¡Ah! ¿Por qué no quieres pasar toda la vida a mi lado? Si pudiese salir de este aburrido convento, no esperaría en Portugal a que cumplieses tus promesas... Partiría sin pudor a buscarte, seguirte y amarte por todo el mundo. No me atrevo siquiera a pensar que fuese posible. No quiero alimentar una esperanza, que me daría seguramente algún alivio y no quiero sino entregarme a la pena.

Confieso, sin embargo, que la oportunidad que mi hermano me ofreció para escribirte me alegró mucho y suspendió por un instante el desespero en que vivo.

Te exijo que me digas, ¿para qué te dedicaste a cautivarme tanto sabiendo muy bien que debías abandonarme? ¡Ah! Dí, ¿por qué razón te encarnizaste en hacerme desgraciada? ¿Por qué no me dejaste tranquila en mi convento? ¿Qué daño te hice?

Pero, perdóname, mi amor. No te culpo de nada. No estoy en condiciones de vengarme de ti y sólo acuso a la crueldad de mi triste destino. También me parece que el separarnos nos hace todo el mal que podríamos temer de él. Pero el destino no podrá separar nuestros corazones. El amor, más poderoso que él, nos unió para toda nuestra vida.
Si algún interés por mi vida tienes, escríbeme con frecuencia. Bien merezco que tengas la delicadeza de contarme cómo estás y cómo te sientes. ¡Ah! Sobre todo... ven a verme.
¡Adiós! No puedo deshacerme de este papel que ha de ir a tus manos. ¡Cuánto quisiera tener la misma dicha! ¡Qué locura la mía! Sé muy bien que esto no es posible. Adiós: no puedo más. ¡Adiós! Ámame siempre. Y haz padecer aún más a tu pobre Mariana.

Mariana Alcoforado

No hay comentarios:

Publicar un comentario