domingo, 14 de febrero de 2010

Quinta y Última carta, El Hábito de la Pasión, Mariana Alcoforado

Ésta es la última vez que le escribo y espero hacerle saber, por la diferencia de los términos y del trato de esta carta, que finalmente me convenció de que no me amaba y, por lo tanto, que debo dejar de amarle. Aprovecharé, pues, el primer emisario que haya para enviarle lo que me queda de usted. No tema, que no le escribiré. No seré yo quien escriba su nombre en el paquete. Encargué de todo a Dona Brites. Me había acostumbrado a compartir con ella las más diversas confidencias... Estaré más segura con sus cuidados, que con los míos. Ella tomará todas las precauciones necesarias para garantizarme que el señor reciba el retrato y las pulseras que me dio. Quiero que sepa que desde hace algunos días me siento capaz de destrozar y quemar todas las prendas de su amor, que me eran tan queridas. Pero le ofrecí tanta lealtad, que jamás podría usted creer que llegase a ser capaz de tal extremo, ¿no es cierto? Prefiero, pues, complacerme en toda la pena que padecí, al separarme de ellos y, al menos, hacerle sentir un poco del rencor que le tengo.
Le confieso, para vergüenza mía y suya, que me hallé más apegada de lo que hubiera deseado a estas baratijas y que sentí que seríanme de nuevo necesarias todas mis reflexiones para deshacerme de cada una de ellas, cuando me hacía a la idea de no amarle más. Pero todo se logra, cuando hay tantas razones como las que tengo.
Le entregué todo a Dona Brites. ¡Cuántas lágrimas me costó esta decisión! Después de mil penas y contradicciones que no se imagina y que en verdad no deseo contarle, le rogué con la mayor insistencia que no me hablara más de estos objetos y que no me los diera, aunque los pidiera para verlos siquiera la última vez, y que se los enviara sin avisarme.
No conocí muy bien el exceso de mi amor sino cuando quise hacer todos los esfuerzos para evitarlo, y creo que no me habría atrevido a intentarlo si hubiese previsto tantas dificultades y tanta violencia. Estoy convencida de que habría sentido emociones menos penosas, amándole, ingrato como es, que dejándolo para siempre. Sentí que yo le quería menos que mi propia pasión y tuve mucha dificultad en combatirla, después de que sus ruines procederes me hicieran odiarle.
El orgullo natural de mi sexo no me ayudó a tomar esta decisión contra usted. ¡Ay de mí! He sufrido todos sus desprecios y habría soportado su odio y hasta los celos que me causase su amor por otra. Habría estado, al menos, enfrentada a un sentimiento vivo. ¡Pero su indiferencia me es insoportable! Sus impertinentes reclamos de amistad y los ridículos cumplidos de su última carta me hicieron ver que el señor había recibido todas mis cartas y que no le causaron ninguna impresión. ¡Y que las leyó! ¡Ingrato! Estoy tan loca, que me desespero por no poder tener la ilusión de que ellas no hubieran llegado a usted, o que no le hubieran sido entregadas.
Detesto su franqueza. ¿Acaso le había pedido que me contara toda la verdad? ¿Por qué no me dejó con la ilusión de mi pasión? Bastaba con que no me escribiera. ¿No era suficiente la desgracia de no haberlo podido obligar a que me engañara y de no poder perdonarlo? Quiero que sepa que me convenció de que es indigno de todos mis sentimientos y que conozco todas sus ruines cualidades.
Sin embargo, si todo lo que hice por amor a usted puede merecer que tenga alguna consideración con los favores que le pida, le ruego que no me escriba más y que me ayude a olvidarle por completo. Si levemente me asegurase que ha sentido algún dolor al leer esta carta, tal vez le creería... Y también tal vez su confesión y su arrepentimiento me causarían ira, y todo esto podría atizar en mí de nuevo la llama del amor.
Por piedad, le pido que no se meta en mi vida; destruiría, sin duda, todos mis planes si de alguna manera se quisiese entrometer en ella. No quiero saber qué pasará con esta carta; no perturbe el estado para el cual me dispongo. Me parece que puede estar satisfecho de los males que ya me ha causado, fuese cual fuese su intención de hacerme desgraciada. No me prive de mi incertidumbre. Espero que con ella, al cabo de un tiempo, pueda lograr algo parecido a la paz del corazón. Le prometo que no le odiaré; desconfío mucho de todo sentimiento violento para atreverme a intentarlo.
Estoy segura de que hallaría en este país un amante más fiel... pero, ¿quién podría hacer que me enamore y vuelva a amar otra vez? ¿La pasión de otro hombre podría embelesarme? ¿Qué poder tuvo la mía sobre usted? ¿No experimenté ya que un corazón sensible no puede olvidar jamás lo que lo hizo descubrir la pasión de que era capaz y que no conocía? ¿Que todos sus afectos y emociones están arraigados profundamente en el ídolo que los creó? ¿Que sus primeras impresiones y heridas no se pueden cicatrizar, ni extinguirse? ¿Que todas las nuevas pasiones que con todas sus fuerzas tratan de satisfacerlo y contentarlo le prometen vagamente una sensibilidad que no recuperará jamás? ¿Que todos los placeres que busca, sin ningún deseo de encontrarlos, no sirven sino para convencerlo de que nada le es tan querido como el recuerdo de sus penas?
¿Para qué me hizo conocer la imperfección y la amargura de una pasión que no debe durar eternamente y los infortunios que acompañan un amor tormentoso, cuando no es recíproco? ¿Y por qué razón una inclinación ciega y un cruel destino nos hacen de ordinario decidirnos por aquéllos que no nos aman y que prefieren a otros amores?
Cuando pienso que pudiese esperar cualquier distracción con un nuevo cariño y encontrar un corazón leal que me amase, me apiado tanto de mí, que me sentiría culpable de lanzar al más ínfimo de los hombres al estado de miseria al que me redujo usted. Y aunque yo no tengo obligación alguna de respetarlo, no podría someterlo a una venganza tan cruel, en el supuesto caso de que ella dependiese de mí, por un cambio que no preveo.
Trato ahora de perdonarlo y comprendo perfectamente que una religiosa es, en general, poco amable. Sin embargo, me parece que si los hombres fuesen más razonables al escoger sus amores, deberían enamorarse de una monja, antes que de otras mujeres. A ellas nada les impide pensar constantemente en su pasión; no las distrae ninguna de las mil cosas de la vida seglar que absorben y consumen los corazones. Me parece que no será muy agradable ver a sus amadas distraídas por mil frivolidades y que es preciso tener muy poca sensibilidad de alma para soportar, sin rabia, que ellas sólo hablen de reuniones, de atavíos y de paseos. Ellas siempre están expuestas a asedios permanentes, y se comprometen a retribuir atenciones y complacencias y deben conversar con todo el mundo. ¿Quién puede asegurar que en todas esas ocasiones no sienten algún placer y que no soportan siempre con disgusto y mala voluntad a sus maridos? ¡Ah! ¡Cuánto deben ellas desconfiar de un amante que no les pide cuentas rigurosas de todo, que cree fácilmente cuanto ellas le dicen y que con mucha confianza y tranquilidad las ve sujetas a todos esos compromisos sociales!
Pero no pretendo probarle con buenas razones que debería amarme. Estos medios son pésimos y utilicé otros mucho mejores, que no sirvieron. Sé muy bien cuál es mi destino, para intentar superarlo. ¡Seré infeliz toda mi vida! ¿No lo era cuando lo veía todos los días? Me moría de susto de pensar que usted no me fuese fiel. Quería verlo a cada instante y no era posible. Me preocupaba el peligro al que el señor se exponía entrando en este convento. No vivía cuando estaba en la guerra. Me desesperaba no ser más hermosa y más digna de usted. Me quejaba de la mediocridad de mi condición. Temía muchas veces que el amor que parecía tener por mí, pudiera de algún modo perjudicarlo. Me parecía que no lo amaba lo suficiente. Me atemorizaba la ira de mi familia. Estaba, en fin, en un estado tan lastimoso como éste en que ahora me encuentro.
Si me hubiese dado pruebas de su pasión después de que partió de Portugal, habría hecho todos los esfuerzos para salir de aquí. Me habría disfrazado para irme con el señor. ¡Ay! ¡Qué habría sido de mí si, después de llegar a Francia, no me hubiera determinado! ¡Qué escándalo! ¡Qué disparate! ¡Qué cúmulo de vergüenza para mi familia, a la que tanto quiero ahora que no lo amo a usted!
Ya ve usted que reconozco, con mucha serenidad, que era posible llegar a ser más desgraciada de lo que soy. Al menos le hablo una vez en la vida con lucidez. ¡Cuán grata le será mi moderación! ¡Cuán contento quedará de mí! No quiero saberlo. Ya le pedí que no vuelva a escribirme y se lo pido otra vez.
¿Acaso nunca consideró, aunque fuera un poco, la forma como me ha tratado? ¿No piensa en que está más obligado a mí, que a nadie más en el mundo? ¡Lo amé como una loca! ¡Cómo desprecié todo! Su proceder no es el de un hombre de bien. Es preciso que tuviera una aversión natural contra mí, para que no me amase sin medida. ¡Me dejé encantar por cualidades muy mediocres! ¿Alguna vez hizo algo para agradarme? ¿Qué sacrificios hizo por mí? ¿No buscaba muchos otros placeres? ¿Renunció al juego y la caza? ¿No fue usted el primero en partir para la guerra y el último en volver? Expuso allí locamente su vida, a pesar de haberle rogado yo tanto que no lo hiciera, por amor a mí.
No hizo nada para establecerse en Portugal, donde era muy apreciado. Una carta de su hermano lo decidió a partir sin dudar un instante. ¿Y no supe que iba muy contento durante el viaje? Debo confesar que debería odiarlo mortalmente. ¡Ay! Fui yo, bien lo sé, quien sobre mí atrajo todas estas desgracias. Me acostumbré desde el principio a una gran pasión con demasiada inocencia y es necesaria alguna argucia para hacerse amar. Es necesario buscar con ingenio los medios de inflamar el corazón: el amor por sí solo no enciende la llama del amor.
El señor lo hizo mejor que yo: pretendía que yo lo amase y como se había trazado ese plan, estaba resuelto a emplear todos los medios para conseguirlo. Inclusive amarme de veras, si hubiese sido necesario. Pero pronto se dio cuenta de que podía salir bien de su empresa sin pasión y que la pasión no era necesaria. ¡Qué perfidia! ¿Creyó que podía engañarme impunemente? Le digo que si por algún acontecimiento fortuito volviera a este país, yo misma lo entregaría a la venganza de mi familia.
Viví mucho tiempo en un abandono y en una idolatría que me horrorizan y mis remordimientos me persiguen con saña. Siento profunda vergüenza por los delitos que me hizo cometer y me falta, ¡ay de mí!, la pasión que me impedía conocer la enormidad de éstos. ¿Cuándo dejará mi corazón de ser lacerado? ¿Cuándo me veré libre de este tormento tan cruel? A pesar de todo, creo, señor, que no le deseo mal alguno y que estaría, inclusive, decidida a aceptar que fuese usted feliz. Mas, ¿cómo podrá serlo, si tiene un corazón tan duro?
Quiero escribirle otra carta para demostrarle que estaré más tranquila dentro de un tiempo. ¡Qué gusto me dará poder, entonces, enrostrarle su injusto proceder, cuando ello ya no me mortifique tanto, y demostrarle que lo desprecio; que hablo con profunda indiferencia de su traición; que olvidé todos mis placeres y todas mis penas y que sólo me acuerdo del señor... cuando así lo deseo. Acepto que tiene grandes ventajas sobre mí y que me inspiró una pasión que me enloqueció, pero no debe vanagloriarse por esto. Era joven, crédula, me tenían encerrada desde la infancia en este convento; aquí no había visto sino gente adusta; jamás había recibido los elogios que me decía permanentemente; creí deberle todos los atractivos y la belleza que decía admirar en mí y que me hacía descubrir; oía hablar muy bien de usted; todos hablaban a su favor; usted, señor, hacía todo para despertar mi amor. Mas, en fin, salí de este encantamiento...; contribuyó usted a ello y confieso que lo necesitaba.
Al devolverle sus cartas, guardaré cuidadosamente las dos últimas y volveré a leerlas muchas más veces de lo que leí las primeras, como una medida para no recaer en mis flaquezas. ¡Ah! ¡Cuánto me han costado éstas y cuán feliz habría sido si hubiese aceptado que yo lo amase para siempre! Sé muy bien que todavía les presto mucha importancia a mis quejas y a su infidelidad; pero recuerde que me he prometido un estado más tranquilo y que he de alcanzarlo, o que he de tomar contra mí alguna decisión desesperada, ¡que conocerá sin mucha pena! Pero de usted no quiero nada más. Soy una estúpida al repetirle las mismas cosas tantas veces. Es menester que lo deje y que no piense más en usted.
Creo, así mismo, que no volveré a escribirle. ¿Acaso tengo obligación de rendirle cuentas de mi vida?


Mariana Alcoforado

No hay comentarios:

Publicar un comentario